Hoy amanezco en el más angustioso de los mutismos. Con una sensación de pánico y tristeza conjugados; con la convicción irremediable de que todo lo que sucede es consecuencia de la voluntad del hombre, en el sentido “schopenhauriano” más fatalista, ese que siempre me han criticado mis colegas historiadores.
Pero, ¿de qué sirve la historia si nadie cree en ella?
No voy a caer en lugares comunes que tan poblada tienen la prensa mundial en este momento. No, esto no es exactamente Alemania en 1930; no, esto no es Venezuela en 1998; no, esta es una circunstancia totalmente distinta, aunque parezca paradójico por lo que he insinuado en las líneas de arriba.
Verán, han pasado 86 años desde el conflicto mundial con la primera cobertura mediática de amplio rango. Desde entonces, cada crisis mundial -en la que obviamente ha participado los Estados Unidos de América- ha sido una especie de reality show, incluso los episodios menos beneficiosos como Vietnam o la Guerra del Golfo.
Han pasado ocho décadas desde que los medios han llenado todos los espacios y se ha enriquecido a costillas del sufrimiento ajeno, y si no me creen vayan a un World Press Photo. Anoche, el público aficionado como aquellos que trabajamos directamente en algún medio de comunicación, estuvimos frente a algún dispositivo siguiendo las noticias en Twitter, Facebook, CNN, ABC, FOX, The Telegraph, Le Monde, The Independent, intentando saber quién ofrecía datos de manera más neutral.
No podía evitar pensar que ya había estado en alguna situación similar. Tardé 6 horas en dar con ella. Sí, el 11 de septiembre del 2001 yo tenía la misma sensación que experimenté anoche frente a las noticias. Y estoy segura de que todos sentimos lo mismo. Habrá que darle las gracias al desarrollo tecnológico y su capacidad para concentrarnos a todos en un solo sentimiento.
¿Hacía dónde vamos?
Estoy segura de que los más correctos me consideran, en palabras de Fito Páez, “abyecta y desalmada”, pero ¿acaso no es el nuevo presidente de los Estados Unidos el símbolo de ruptura paradigmática más desesperanzadora, después del 11 de septiembre? Recordemos que aquél día todos hacían la misma comparación con Auschwitz, y el juicio era igual de poderoso.
Pero no, insisto en que hoy la situación es diferente. No sólo porque la administración Obama había prometido un punto de inflexión, sino porque la incredulidad nos ha sobrepasado. La elección de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos es el reflejo más cristalino de la saciedad, del hastío, de la fragilidad mental y espiritual del humano común.
Cuando creíamos que no podíamos ir más lejos, saltamos la talanquera y le dimos dos vueltas. Y hablo en primera persona del plural porque, muy a pesar del señor Presidente, todos formamos parte de la política gringa; todos nos vemos afectados por sus decisiones, todos tenemos a seres queridos viviendo bajo la constitución norteamericana y todos venimos de un país que se ha visto afectado por sus políticas internacionales.
Pero sólo algunos tuvieron la posibilidad de escoger el futuro, y ellos hablaron por todos.
No, el cataclismo mundial no serán las cabezas nucleares ni las alianzas con Rusia (para seguir hablando de paradojas) ni mucho menos el debacle económico masivo que nos llevará a escenarios salidos de Black Mirror. La cruda realidad es una enfermedad silenciosa que tiene años incubando y apenas ahora muestra sus primeras llagas. La sintomatología Trump es el estadio final de un cáncer moral y educativo al que nadie ha escuchado nunca.
Seguramente lo primero que vaya a la hoguera del señor Trump serán los libros de historia. ¿Total? Es tan sólo una ficción más.