Pululan, en las redes, una serie de dibujos -de distinto corte- que muestran una parejita en diversas situaciones de su “cotidianidad”: él la abraza mientras ella llora (o viceversa), ven una película juntos, se enfadan y luego se contentan, uno de los dos llega tarde y arrepentido; una especie de sentencia de lo que nos han enseñado debe ser el amor ideal, la pareja perfecta. Efectivamente, eso es parte de lo que es una relación de pareja medianamente sólida y sana. Pero nuestra época, que tiende -cada vez con mayor ahínco- a edulcorar todo, a librarlo de pelos y adiposidades, parece olvidar que las relaciones de pareja están compuestas también por otra serie de detalles que nada tienen de ideales o idealizables pero que son, tal vez, una de las manifestaciones más reales y tangibles del amor. Lo son porque enfrentan situaciones que, para nuestra cultura, están cercanas al tabú.
Por supuesto, habría que definir primero qué es amor y eso no es tarea nada fácil. Incluso el amor tiene su historia. Es decir, se pueden rastrear la forma en cómo Occidente y Oriente han manejado culturalmente el hecho amoroso e incluso, cómo esas fronteras se diluyen en la era de la globalización. Hemos desgastado la palabra amor entre tanta autoayuda y tanta fórmula vacua para garantizar la felicidad, como si la experiencia humana no fuese un cúmulo de inexactitudes y misterios y, no fuese eso, precisamente, lo que la vuelve maravillosa; lo que ha inspirado milenios de literatura, filosofía, artes, ciencias. O lo hemos vilipendiado, lo hemos condenado a la larga lista de cosas cursis y pasadas de moda, de cosas que ya no existen y no funcionan a nadie, sólo porque es caprichoso y voluble o porque no supimos distinguir amor de un simple enamoramiento y se acabaron las descargas eléctricas y lo que parecía ser el sol resultó ser apenas un triste bombillo de pocos watts. Sólo porque la época grita que lo monumental ya pasó o porque la ciencia ha demostrado que eso que llamamos amor no es sino un proceso químico que se desencadena frente a otro. Nada de poiesis o una poiesis carente de significado.
Podría pensar que estos dibujos que pululan por las redes, son un intento de rescate de la dimensión poética, romántica del amor. Pero me niego a pensar que el amor pueda ser una sola cosa o que lo romántico pueda depositarse en una sola esfera. Me niego a pensar que el amor tiene tiempo de caducidad histórica, que no existe o que, al contrario, es sólo un mundo de luz y de color, como la tómbola. Un mundo donde no hay espacio para el desencuentro, los pequeños odios, las miradas airadas, la estupidez. Y no hablo de relaciones insanas, tóxicas, sino de momentos donde dos individualidades, dos crianzas, dos espíritus, chocan. Me niego a elevar al amor a una categoría donde lo humano, en todos sus bemoles, no tiene cabida. Me niego a pensar que es perfecto, un espacio sin accidentes; que, dentro de las grietas de lo romántico, no habita también el animal que somos, con sus olores, flatulencias y viscosidades.
Siempre me ha resultado muy gracioso eso de “si te ve yendo al baño, se va a acabar el misterio”. Y cuando digo gracioso digo realmente risible. Lo misterioso de otro humano -que tiene amores pasados, amores secretos, historias familiares que no se cuentan, secretos vergonzosos, heridas, sueños que tal vez cree imposibles o infantiles pero son su llama interna- reside, para nosotros, en la taza de un inodoro, un water closet, una poceta. Eso se me antoja una cosa absurdísima. El kitsch, bien lo dijo Kundera, “es la negación de la mierda” y, “La fuente” de Duchamp, viene a ser la imagen del ángel exterminador en nuestra cultura. Somos, cada vez más, una cultura kitsch.
Para combatir eso y recordar que la mierda también nos conforma propongo, entonces, una serie de dibujitos nuevos. En uno de ellos, alguien exclama: “¡Mi amor, tienes un moco!” y se lo limpia. En otro, alguien le saca una espinilla a alguien; un tercero muestra un chico comprándole toallas sanitarias a la novia. Un cuarto muestra una historia de ventosidades y risas. En un quinto, a alguno de los dos le huelen mal los pies.
Tal vez me equivoco. Tal vez estoy siendo extremista y las formas deban guardarse. Tal vez hay parejas que jamás hacen estas cosas; parejas de revista, olorosas, perfumadas, irreales. Tal vez mis relaciones son guarras -en esa palabra tan española que define a la perfección la cercanía con nuestra animalidad- pero debo decir que, alguno de mis momentos de mayor conexión con el alma de otro ser humano se dieron en la cercanía de un toilet o un cepillo de dientes. Humanos que, para mi y hasta el sol de hoy, siguen siendo un misterio; un amor inconmesurable. El riesgo del amor de revista, de película -me parece- es que está destinado a ser sustituído por una nueva edición, una nueva temporada, uno nuevo estreno; está destinado a terminar en el baño de una pareja que se lanza eructos y se ríe de eso.