Hace días entendí en terapia cuántas veces me había callado. Todas esas veces que callé por mantener el puesto de trabajo, por mantener una relación en la que me había enamorado y no quería decir nada para no perderla, por quedar bien con alguien para poder encajar. Todas esas veces que callaba, me hería. Todas esas veces que me hería, la rabia se instalaba en el fondo de alguna parte de mi cuerpo. ¿Por qué callamos?
En general se piensa que el daño psicológico lo hace el otro, y en gran parte es así, pero nadie habla de que todas las veces que eso pasa también hay parte de responsabilidad en uno mismo. No estoy haciendo un ejercicio de mea culpa despojando de pecado a un jefe hijo de puta, a un tipo que te folló sin condón pero que siempre estuvo en una relación abierta, el maltratador que compartió tus fotos íntimas con sus amigos o el padre que abandonó la familia, solo hago un problema consciente, entendiendo así mi responsabilidad emocional en los procesos, sin quitarle culpa al otro, porque también es parte de esa herida a cicatrizar. Y duele.
Hace días el cantante puertorriqueño Residente, lanzó una canción donde afirmaba qué le pasaba, rindiendo tributo a lo que sentía. Fuese o no una estrategia de marketing musical, la letra me gustaba porque no solo era una pieza literaria, un memoir, era una postal que revelaba su fragilidad, quizás su depresión. Era raro ver a un hombre, rapero, saliendo de esa demostración de erección metafísica perenne, hablando desde su vulnerabilidad. Pero más allá de ser hombre o ser mujer ¿Acaso no somos todos vulnerables? ¿Por qué seguimos afirmando que ser débil es peyorativo si todos somos débiles de vez en cuando? ¿Por qué callamos?
“Quiero volver a sentir, a cuando no tenía que fingir, quiero volver a ser yo” dice René, Residente. Siempre estamos autoengañándonos como diría Jia Torentino en su libro Falso Espejo (Temas de Hoy, 2020). Quizás lo mejor de ser mujer, lo mejor que me ha enseñado el feminismo entendiéndolo desde sus bordes, desde la crítica, es que lo peor que nos hemos hecho como sociedad y como individuos es asumir la farsa, callarnos para no atravesar el dolor y mirarlo a los ojos para vencerlo.
En el libro de Alma Guillermo Prieto, ¿Será que soy feminista?, (Literatura Random House, 2020) entendí que estaba siendo rebelde en el amor por seguir una tendencia: ser relajada, ser cool, pero de qué me servía. “Era rebelde por naturaleza, pero no contaba con las armas para asumir la rebeldía. Y entonces sufría…Mal equipada para los conflictos, nunca alcancé a llevar a buen término el tortuoso proceso de discusión con una pareja…” Guillermo Prieto continúa hablando de los problemas de convivencia con el otro; pero mis problemas eran que yo ni de coña retaba al otro del que estuviera enamorada y me convertía en la mujer de los síes, en una mujer adoctrinada por el falso amor y una falsa expectativa. Callaba.
Yo no solo lo veo en mi, ha estado ahí siempre. Lo he visto en madres, en amigas. Algunas poco a poco lo han ido aprendiendo, otras no, la mayoría ni lo habla. Uno se lo ve en las grietas. No solo con problemas con la pareja, con los padres, con los jefes, con los amigos. Si realmente la reencarnación existe, mi generación pasará mil veces por la tierra para poder llegar a The Good Place porque nos encanta autoengañarnos, aparentar, desertar, sacrificarnos sin necesidad, herirnos. A pesar de todo lo que hacemos para huirle al dolor siempre vamos directamente hacia él. Nos quejamos de los robots, pero tanta fachada, tanto buscar afuera, tanto miedo al conflicto y, al final, nos estamos intentando convertir en máquinas que no tienen errores 404, ¡que no sienten un carajo!
No creo que seamos víctimas, pero nos hemos alojado en el victimismo para no ser valientes y arreglar el gran problema que tenemos armado en la cabeza. Para gritarle a los que nos hicieron daño pero también para gritarnos a nosotros mismos, crear un terremoto y que esas placas internas se reacomoden para seguir deseando ser, sentir, sin llegar a una conclusión perfecta. Porque como dice Jia Tolentino, hay que “asumir que nada es estático y la negociación es perpetua”.