Ser creyente o desconfiar de los avatares de la vida y su conexión con el devenir de un destino más o menos irreversible, es una decisión más personal que contextual. Siempre he creído que las cosas suceden por una planificación de otros estados de consciencia, pero para no aburrirles ni entrar en temas holísticos mejor paso a la historia que aquí concierne: la exposición Past Disquiet.
Trabajando como becaria en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA) estaba confinada a un escritorio neutral al lado de la sala de reuniones, desde donde estudiaba los contenidos de algunas exhibiciones y desde donde imprimía y ayudaba en lo que consideraban necesario. Un día común, se llevó a cabo un meeting especial con dos curadoras y un teórico sobre una exhibición que se discutía montar en un año dentro de alguna sala del MACBA. Poco a poco fueron llegando quienes integrarían el grupo en cuestión: directores, chicas modernillas con gafas de pasta y molesquines, una que otra graduada de la facultad de Bellas Artes (hace 40 años) y Beatriz Preciado. Finalmente, y con cara de cansancio, llegó a la sala un personaje que cambiaría mi vida no sólo como profesional, sino como ser humano: una mujer alta, blanca, con cabellos crespos color azabache, atados en una coleta más bien improvisada, con pantalones ligeros para la temporada y botines de cuero café, que llevaba en sus manos una caja de dulces que sólo quienes hemos pasado meses de la infancia en Damasco sabemos de dónde provienen y tenemos su olor incrustado en algún lóbulo cerebral donde se aloja la más pura felicidad.
A partir de ese momento no pude dejar de mirar, con la más infantil de las curiosidades, aquella mesa redonda. La discusión versaba sobre una exhibición fantasma titulada International Art Exhibition for Palestine en 1978, que se pretendía recuperar a través del archivo y cuyo modelo de inspiración había sido el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, un proyecto de apoyo a través de la obra de artistas internacionales a la obra política del personaje durante los años de revueltas socialistas en Santiago de Chile. Las casualidades (dicen que) no existen: yo misma había colaborado con ese museo durante mis prácticas de la Licenciatura en la Universidad de Los Andes y mi familia había llevado en el corazón la lucha Palestina durante toda mi infancia. Ya a partir de este momento había adoptado una postura de suricato en mi pequeño escritorio, y estoy más que segura que les tenía bastante incómodos a quienes estaban en la mesa de reunión. Cuando decidieron tomarse un descanso y bajar a por un cigarrillo, corrí desesperadamente tras ellas. No sabía exactamente qué les diría pero debía comunicarles que yo había participado de ese museo.
Cuando logré interpelarles dije en un inglés nervioso todo lo que se me vino a la mente y la sonrisa de (quien ahora sabía que se llamaba) Rasha Salti me hizo sentir como en casa. Su proyecto era apasionante: la exhibición de arte en apoyo al movimiento Palestino había nacido en Beirut y sugería una historia especulativa sobre las prácticas artísticas comprometidas políticamente, en medio de un movimiento internacional anti – imperialista de solidaridad. Organizada por la Organización para la Liberación de Palestina (PLO) en conjunto con una red increíblemente conectada de artistas y activistas cuya meta era crear, en un futuro, un museo en solidaridad con los palestinos en exilio, destinada a viajar itinerantemente por el mundo para finalmente regresar a una Palestina libre, y que consistiría en 200 obras de 200 artistas de 30 países diferentes. Pero en 1982 la armada Israelí avanzó sobre Beirut y tomó militarmente la ciudad para obligar a la PLO a abandonar el territorio. El edificio donde la colección había sido colectada, exhibida y resguardada fue bombardeado, junto con las oficinas adjuntas. Todo lo que sobrevivió de la exhibición fueron los recuerdos de quienes lograron llevarla a cabo y de quienes la visitaron.
La melancolía alojada en el olvido pareciera ser, una vez más, el motor de búsqueda de identidad y la misión que uniría a dos mujeres árabes radicadas en Estados Unidos (Rasha Salti y Kristine Khouri) bajo la firme convicción de recuperar un hito fundamental en la historia del arte del siglo XX a través de la ardua tarea de reestructurar una realidad a partir del carácter efímero del recuerdo. La directiva del MACBA no pudo sino ofrecerles la amplitud de su plataforma para exhibir el producto de su investigación, una pesquisa que llevaba consumiendo más de 4 años de su vida, entre interminables viajes, entrevistas, rechazos y cálidas bienvenidas a los hogares de quienes esperaban por 30 años que alguien viniera a darle luz a sus cajas de archivos.
Entre la poesía íntima que siempre ha amparado al árabe diaspórico y la necesidad de gritar al mundo la realidad del pueblo palestino nace Past Disquiet, un nuevo formato para la monografía de la historia del arte que pretende no sólo rescatar una realidad sino plantearla en simultaneidad con tantos otros eventos internacionales que impugnaban el rechazo, el olvido y la agresión hacia las políticas reivindicativas con la que tantos nos hemos sentido identificados. En un mundo convulso y en pleno rechazo a la comunidad musulmana, no es sino oportuna la manifestación de una nueva perspectiva sobre el mundo árabe y su pluralidad, característica más bien omitida en las políticas internacionales e históricas.
No me queda más que invitarles a aprovechar la exhibición que aún se aloja en la sala superior del Museu d’Art Contemporani de Barcelona, una experiencia que promete abrirles los ojos frente a un pasado olvidado que necesita ser reconsiderado.