Hace unos días, en medio de una conversación entre amigos, surgió un comentario que dejó al grupo reunido sumido en un silencio asombrado. Uno de los contertulios insistía en que la virginidad es “indispensable” para la sana convivencia del hombre y la mujer. Todos lo contemplamos sin saber cómo responder. ¿Cómo alguien puede pensar algo semejante en la segunda década del siglo XXI? fue el primer pensamiento que tuve. Y también, lo peligrosa de esa pseudo afirmación.
-La virginidad es un valor necesario — insistió el chico, al parecer no muy consciente de la reacción que estaba causando su argumento — eso asegura pureza, inocencia, buenas intenciones en la pareja. Hay “estudios” que aseguran que llegar castos al matrimonio hace las parejas más duraderas.
Silencio.
– ¿Cuál estudio? — pregunté sin poder contenerme. El chico se encogió de hombros.
– Uno que leí por allí
– ¿Sobre la virginidad?
– Sobre el matrimonio.
– ¿Están relacionadas ambas cosas?
– Deberían.
Ya es bastante extraño escuchar a un adulto de esta generación insistiendo en algo así, pero más desconcertante aún es lo que parece englobar la intención. Porque cuando le pregunté si aún era virgen, me dedicó un gesto entre burlón e irritado.
– No, yo no. Yo soy hombre.
– O sea, las mujeres debemos ser vírgenes…¿Hasta cuándo?
– Hasta que encuentren a la persona correcta.
– ¿Tu perdiste tu virginidad por un concepto moral?
– Es otra cosa, soy hombre.
A estas alturas del debate, la mitad de los reunidos entre risas, nos escuchaban asombrados porque la conversación situaba a la virginidad, al sexo y al placer en ideas tan arcaicas como desconocidas para la mayoría de los que estábamos presentes. Finalmente, el contertulio decidió que era suficiente de enseñanza moral y cambió de tema. Pero yo continué sintiéndome confusa e irritada por la idea que parecía sugerirse más allá del planteamiento machista del argumento. La sexualidad de la mujer siempre será vista como una apreciación moral a la que la mujer parece estar sometida.
Históricamente la virginidad y la sexualidad femenina siempre ha provocado cierto recelo. A principios del siglo XX, el antropólogo Arnol Van Gennep recopiló ritos de paso a lo largo y ancho del mundo y encontró, que el nacimiento de la sexualidad era quizás el más extendido a través del mundo, de la historia y de cualquier sociedad conocida. Y es que esa percepción de la primera relación sexual como una manera de concebir a la mujer, de asumirla como parte de las posesiones de la cultura masculina. Desde el Imperio Romano a la mujer se le consideraba propiedad de la familia — y no miembro, un ligero matiz de enorme importancia — por lo que su vida sexual y capacidad reproductiva, se encontraba bajo la decisión del padre y después del marido. Era el hombre quien decidía cuándo o por qué la mujer podía disponer de su placer y era el hombre quien adjudicaba un significado a la mujer según el disfrute de esa sexualidad. Una idea que imperó por siglos y convirtió la virginidad no sólo en un elemento indispensable para la celebración de lo femenino sino en la castración definitiva de la primitiva y voluptuosa diosa en la dama pura que más tarde sería la única concepción de la mujer.
Como mecanismo de control masculino, la virginidad brindó un dominio androcéntrico sobre la sexualidad y el cuerpo de la mujer, que se incorporó a diversas culturas (incluso las occidentales), como una forma de comprender las relaciones de poder entre el hombre y la mujer. María Isabel Menéndez — experta en Estudios de las Mujeres de la Universidad de Burgos, España — ha sido una de las pocas en analizar a conciencia el hecho del fenómeno de la sexualidad ligada a un despertar sexual signado por el honor y la moral, con el control semántico e incluso de la mujer en la actualidad. Según Menéndez, incluso la frase “perder la virginidad” — que se usa en la mayoría de los casos con referencia al primer acto sexual de la mujer — tiene una dolorosa connotación sobre el hecho concreto de la pérdida de la capacidad femenina para decidir sobre su cuerpo. Como si se trata de una mirada primitiva sobre el derecho inalienable de la mujer sobre su sexualidad, la virginidad continúa siendo una forma de represión.
Para el Doctor en Antropología Social Óscar Guasch, “la virginidad es un producto social […] que se edifica sobre una realidad corporal”. Un concepto que se relacionaba directamente con el control de la mujer y sobre todo su descendencia. “La virginidad surgió para controlar el cuerpo de la mujer y para garantizar que la descendencia es realmente” del primer varón que tiene relaciones con la mujer virgen” insiste Guasch. Una visión que sometía a la mujer a esa mirada desconfiada del padre, del marido y la religión. Porque la mujer siempre era sospechosa, pecaminosa, a punto de repetir su lamentable proeza en el Jardín del Edén. Y es quizás la virginidad, la manera más inmediata de asegurarse que la tentación estuviera bajo el control divino. ¿Que más hay más allá de esa sumisión? La condena y la marginación. Claro está, através de la historia, a la mujer se le disputó incluso el privilegio de decidir a quien llevaba a la cama por primera vez. Desde el derecho de pernada — esa oprobiosa noción medieval donde el señor feudal podía desvirgar a la esposa de su vasallo — hasta la imposición del matrimonio, la mujer se convirtió en víctima de su primera vez.
“Esa pequeña membrana, que para muchos es una telilla sin importancia, para una mitad del mundo es algo que produce gran sufrimiento e incluso la muerte. (…) La virginidad muchas veces se escribe con sangre, simbólica pero también palpable”, detalló la ginecóloga experta en derechos sexuales Isabel Serrano, en una entrevista del 2017 para el periódico La Vanguardia , en la que además ponderó sobre los peligros de un mandato machista, aún vigente en buena parte de los países latinoamericanos e incluso, en el primer mundo. Serrano participó en la inédita jornada “El mandato cultural de la virginidad y sus consecuencias”, organizado por la Unión de Asociaciones Familiares (UNAF) y que reflexionó a profundidad sobre el tema.
Pero ¿Aún es un tabú o un requisito cultural el hecho de conservar — o perder — la virginidad? Si la respuesta es afirmativa, resulta un hecho preocupante, sobre todo cuando se analiza en el contexto de la deficiente educación sexual que aún se imparte, el hecho concreto de la violencia sexual y el control que un concepto semejante puede tener sobre la mujer. Sobre todo, en sociedades en las que la mujer sufre un rol de minusvalía legal o que necesita la aprobación masculina para su libertad e independencia personal. La virginidad — o la percepción que se tiene sobre ella — es sin duda, un prejuicio análogo en culturas en las que lo femenino debe sobrellevar la presión del menosprecio masculino sobre su capacidad para decidir o asumir su identidad — sexual, personal — de manera total y adulta.
Ejemplos sobran: la llamada “Prueba de virginidad” continúa siendo común Afganistán, Bangladesh, Egipto, India, Palestina, Sudáfrica, Uganda, Sri Lanka y en países del primer mundo como España, en especial entre la etnia gitana, que la considera indispensable para la vida de cualquier mujer que aspire a un lugar en la comunidad. Se trata por supuesto, de un hecho humillante y violento, tal y como lo comenta el extenso estudio realizado por la Organización Mundial de la Salud en el 2017 y difundido por la ONU: este examen ginecológico (que no siempre realiza un médico), intenta determinar si una mujer aún conserva el himen, lo cual determinará su lugar en la comunidad. Según el informe de ONU Mujer, el nivel de agresión y discriminación que repercute sobre la mujer debido a semejante prueba, es preocupante, por lo que “ha pedido que se ponga fin a esa práctica porque no solo es innecesaria, sino que también puede ser humillante, dolorosa y traumática”. Tanto para la ONU como para La Organización Mundial de la Salud afirman que “se trata de una violación de los derechos humanos de quien la sufre y del principio ético médico de no hacer daño.”
Lo más preocupante sobre el tema es el hecho de que tales pruebas son realizadas a petición de los padres — incluso de la madre — , lo que convierte la agresión en una mirada institucionalizada sobre la agresión y la violencia de género. La mujer no es sólo sometida a una dolorosa prueba médica, sino además al escarnio público. Según la ONU. “Doctores, policías y líderes comunitarios son los encargados de “juzgar” la virtud, el honor o el valor de una mujer.”
Un caso notorio es el de Marruecos, en el que a pesar de ser un estado moderno y en el que las mujeres gozan de una relativa igualdad con sus pares masculinos, continúa considerándose a la virginidad como un hecho capital de la cual depende la elegibilidad de la mujer para contraer matrimonio e incluso, desarrollar cualquier tipo papel social. Según la experta Soumaya Naamane Guessous de la Universidad Hassan II de Casablanca, para una mujer Marroquí, la virginidad — conservarla o perderla — puede ser un signo de estatus o de triunfo cultural.
Se trata de un tipo de violencia directa que tiene relación con los mitos sobre el dolor, el sangrado y otros síntomas de la pérdida de la virginidad, basados en realidad en violaciones y agresiones sexuales durante la primera ocasión en que una mujer sostiene relaciones sexuales. La investigadora Claudia Moreno , que forma parte del equipo contra Violencia contra las mujeres de la OMS, y Rose McKeon Olson, educadora de la Universidad de Minnesota , publicaron una extensa investigación sobre la virginidad — su rol social, símbolo cultural y consecuencias para la mujer — en la revista Reproductive Health. La compilación Virginity testing: a Systematic Review es una recopilación de investigaciones médicas sobre la sexualidad, el cuerpo de la mujer y, sobre todo, el himen y cómo se percibe en el entorno social actual. Las conclusiones a las que ambas expertas llegaron fueron evidentes y muy preocupantes: Ninguna de las percepciones que suelen ser comunes sobre la sexualidad de la mujer, sus genitales o el himen — usualmente escritas para hombres y por hombres — se corresponde en realidad con la fisiología femenina.
Diversas señales de la pérdida de la virginidad, como sangramiento escaso o profuso, lesiones, laceraciones y cicatrices genitales, son la mayoría de las veces resultado de la impericia masculina y la violencia que ejerce sobre la mujer, que desconoce el funcionamiento de su cuerpo y conceptos relacionados con su virginidad. La conclusión a las investigaciones de Moreno y Olson son obvias: la iniciación sexual de una mujer no sólo se ha convertido en un ciclo de dominio androcéntrico sobre la mujer, sino la justificación para un tipo de violencia sexual de las pocas veces se habla.
En el mismo estudio, ambas investigadores analizan también las consecuencias psicológicas de un hecho traumático que signa la vida sexual de la mujer por buena parte de su vida. Según el estudio, una mujer que sufre violencia sexual durante su primera vez, corre el riesgo de sufrir “ansiedad, depresión, pérdida de autoestima e ideas suicidas”. Una y otra vez, Moreno y Olson comprobaron que la primera vez de una mujer, suele ser un evento violento que además, se convalida a través de la normalización de la violencia “Se trata de una forma de violencia sexual” concluye el estudio. “Tenemos que dejar de hablar así” — zanja Olson. “La virginidad es un constructo cultural basado en el género, no una realidad médica. Nadie puede quitártela”.
Suele decirse que con la liberación sexual, los últimos treinta años han sido mucho más revolucionarios que toda la evolución sucedida cinco siglos antes. Aún así, queda un largo trecho que recorrer, desde esa noción del sexo como pecado primigenio y la mujer como principal perpetradora. Y es que quizás, la virginidad, con toda su carga simbólica, es uno de los elementos que aún continúan demostrando que se requiere de un esfuerzo continuado y sostenido, para demoler el mito que asegura que la sexualidad de la mujer, es una versión moral sobre su identidad, dominado y definido por el patriarcado. Una perspectiva angustiosa que obliga a una reflexión profunda sobre lo que la mujer moderna merece y la mirada de nuestra cultura sobre la sexualidad femenina y sus implicaciones.
Imagen de portada: Memmo di Filippuccio, Erotic scenes, 1300-10, fresco, Palazzo del Podestà, San Gimignano.