El cuerpo masculino, espacio de asombros, deseo. Línea recta que se curva en un músculo, verticalidad, menhires que se elevan al cielo.
Son curiosas las imágenes del cuerpo masculino que, en las mujeres, despiertan el deseo. Son curiosas, al menos, si me tomo como media de lo mujer. No necesitamos mucho, creo; fragmentos que alimenten la imaginación: pedazos de piel que se asoman, un músculo que se retuerce, a veces basta una voz. Incluso pedazos de piel consagrados a la cámara, ese espejo donde se reflejan, ahora, los deseos del mundo.
Es curioso que se conozcan tan pocas fotógrafas dedicadas a explorar el cuerpo masculino. Y las hay. Busco los desnudos de Imogen Cunningham en la web y no los encuentro y es una fotógrafa de principios del siglo XX. Casi todas las fotografías de desnudos masculinos que han llegado a ser museables provienen de la mirada del hombre y son de corte homoerótico. Eso tiene su belleza, los cuerpos de Mapplethorpe son hermosos pero no son la mirada de una mujer. No estoy segura, tampoco de que a las mujeres nos interesen solamente las bellas formas. Tal vez nos interese que en la imagen se traduzcan olores, temperaturas. Y, más que a la mujer, creo eso le interesa a lo femenino, que es compartido por ambos géneros.
¿Cómo mirarían las mujeres el cuerpo masculino? ¿Por qué es tan difícil encontrar representaciones de esa mirada? ¿Censura cultural? ¿Autocensura? ¿Mojigatería? ¿Miedo a ser juzgadas? ¿No objetualización del sujeto? ¿Pocas ganas de develar el misterio? ¿Qué nos intimida y seduce del hombre? ¿Desnudarlo es vulnerarlo? ¿Es desmontar la idea de que son invencibles?
La imagen es fetiche. Despierta fetiches. Despierta fiebres. Basta sólo un brazo, un torso desnudo, la visión de una clavícula para que una mujer desee. Basta sólo una espalda lo suficientemente amplia para la necesidad de morder el fruto prohibido. Basta sólo una mirada peligrosa. Lengua y boca y cuerpo que quieren hacerse uno con lo observado. Basta sólo el roce de una barba, una boca que sonríe, golosa; una silueta desdibujada, en la penumbra, para que queramos brincar. Nosotras, expertas en adentrarnos en cuevas de lobos, especialmente si el lobo está adentro. Nosotras, dispuestas siempre al riesgo.
Sin embargo, no hay imágenes suficientes que testimonien y corroboren la aventura. Nos dejamos fotografiar, tendemos la carnada, pero pocas levantamos la cámara para registrar la exploración, los cuerpos del delito. La fotografía testimonio del “crimen”. Sería maravilloso que otras pudiéramos enterarnos de las cosas que pasaron en la cueva; de cómo La Caperucita también se comió al lobo.
Las mujeres deberíamos registrar los cuerpos que amamos, los cuerpos que incitan y pierden. La cámara no es falo, solamente. Es también la mano que acaricia. Y no se necesita siempre de la desnudez. Apenas la insinuación, el borde incitando al recorrido, la exploración (veo sus brazos, no hay nada que desee tanto como sus brazos). Deberíamos hacer fotos de hombres. Objetualizarlos. Convertirlos, en la imagen, en objeto de deseo. Fisgonear en sus intimidades. Y hacerlo amorosamente, así, como sabemos. Tocar sus vidas, para decirlo con Alicia Torres, allí donde laten vulnerables.
Deberíamos desmontar el mito. No sólo nosotras, también ellos son carne.