Sobre la masculinidad y ‘La Caída del Hombre’ de Grayson Perry

Hace tres años hice un test de Facebook que concluyó que soy 100% masculina. Es cierto que Mario, mi parte masculina, ocupa un espacio considerable de mi psique, pero no diría que me describe completamente. Mario solía manifestarse con más frecuencia antes y, después de mucho análisis y trabajo interior, puedo decir que tiene sólo el espacio necesario.

Facebook dio su diagnóstico y, aunque no es el doctor más recomendable, en este caso me impulsó a estudiar el tema. Uno de los primeros libros que leí fue La Caída del Hombre (Malpaso, 2018) de Grayson Perry. Ya lo admiraba muchísimo por sus programas de televisión sobre la identidad, por su obra artística, por sus vestidos y, sobre todo, por su apertura a la complejidad, por ser un travesti heterosexual. Siempre me confundió ser muy masculina y no necesariamente lesbiana o hetero. Me molestaba sentirme obligada a usar una etiqueta que era la conclusión de un perezoso argumento cuya única premisa era mi falta de maquillaje.  A parte de esa molestia también me hacía sentir fastidiosa, como que no tenía derecho a ser compleja.

Lo que he leído sobre feminismo me ha hecho comprender y darle espacio a partes de mí que antes no tenían nombre. Igualmente el libro de Grayson Perry me ayudó a dialogar con los impulsos de Mario y a dejar de obedecerlos ciegamente.

En La Caída del Hombre, Perry se concentra en varios aspectos de la masculinidad. Lo explica así:

Aquí me he centrado en cuatro áreas de la masculinidad que, en mi opinión, conviene examinar: el poder (cómo los hombres dominan buena parte de nuestro mundo), el teatro (cómo los hombres se visten y representan su papel), la violencia (cómo los hombres recurren al delito y la fuerza física) y la emoción (cómo sienten los hombres). No es este un libro sobre sexismo, aunque al escribir acerca de la masculinidad me he visto obligado a mencionar las muchas maneras como los hombres pueden ser sexistas, a sabiendas o sin saberlo. Espero que en estas páginas se sugieran nuevas formas de ampliar nuestras definiciones de la masculinidad.

Para lograr esta ampliación de la definición de la masculinidad, Perry explica que uno de nuestros retos es hacerle ver a la gente que tiene el poder los peligros de las creencias y costumbres que apoyan esa noción de masculinidad. No es solamente difícil hacerles ver esto, sino que las dinámicas que se han establecido durante siglos de dominación protegen esas creencias y las bases de ese sistema. El lenguaje mismo, las leyes, lo que se considera que es sentido común y hasta lo que se llama “objetividad” ha sido dictado por hombres (blancos en su mayoría). Esto sin ir más allá e indagar sobre las raíces religiosas y culturales que han traído consigo las creencias y asociaciones que hacemos ahora con los sexos.

La caída del hombre de Greyson Perry – Imagen vía Editorial Malpaso

He conversado con personas que abogan por un mundo sin distinciones de género, sin definiciones. Ellos (Ellxs) llegan a rechazar nuestro lenguaje por ser producto del patriarcado. Siento que eso lo que hace es alejarnos de la comprensión del mundo y de nosotros mismos y nos silencia una vez más.  Aún así entiendo el rechazo a la etiqueta estricta. Los ideales de género pueden ser tan rígidos que excluyen a todo aquel que no los cumpla y hacen del otro un inspector y juez que determina quién encaja y quién no representa a su género correctamente.

Además, es muy difícil determinar qué es femenino y qué es masculino sin caer en estereotipos que muchas veces queremos olvidar. He escrito en otras ocasiones sobre los ideales femeninos, sobre la obsesión en Venezuela con el peso, con el matrimonio, los hijos, la peluquería, las misses y demás. Recuerdo haber sentido vergüenza por el tono de lo que escribí porque estaba lleno de rabia. Y, sin duda, la rabia es un lujo exclusivamente masculino.

Sólo recientemente he tomado conciencia de mis dificultades con la “feminidad”. Solía hablar de mi género como si no formara parte de él. He descrito a las mujeres como crípticas, inestables, fastidiosas. He hecho mucho hincapié en mi manera de vestirme rápidamente, de no necesitar mostrarme, de no necesitar tantas cosas como las mujeres. Me avergüenza haber hablado así. Pero a la vez me interesa estudiar qué me impulsó a identificarme con Mario hasta tal punto que a veces suelo sentir que ponerme maquillaje y arreglarme es un acto de travestismo. Lo disfruto muchísimo, pero es segunda naturaleza.

Al pensar en esto me doy cuenta de que la dificultad no está solamente en hacer que la gente que está en el poder vea la problemática, sino en hacer lo mismo con las personas discriminadas por los ideales masculinos y femeninos. Las “víctimas” pueden apoyar las condiciones actuales por falta de conciencia o por flojera moral. Es fácil sentirse seducido por el statu quo, no cuestionarlo y expresar desagrado ante el que sostiene posturas diversas. Tengo amigos extremadamente educados en historia y filosofía que continúan diciendo que el feminismo es una exageración, que cualquier cosa relacionada con las emociones y la intuición es cosa de hippies, etc. Y me parece que es casi imposible discutir con los egos de estas personas, sobre todo si son hombres. Principalmente porque he sido educada para cuidar las emociones de los demás. Cuando percibo incomodidad o alteración automáticamente pongo el freno a mis ideas. Nunca he llevado una discusión más allá del nivel en el que el otro comienza a levantar la voz por estas razones y porque la verdad no me parece que el objetivo de las discusiones sea ganar. Pero sí he dudado de mis ideas (y hasta emociones e intuiciones) cuando me encuentro con esas actitudes, como si la confianza y seguridad del otro fueran razón suficiente para abandonar mi postura.

Entre las actitudes que he encontrado está la del que se molesta cuando dudo de lo que dice, el que lo toma como un ataque personal, el que se ríe como diciendo “Tú, pobre portadora de una vagina, crees que puedes vencer mi magno intelecto”, el que se burla de cualquier cosa que pueda decir, el que no soporta que se hable sin bases científicas, el que impone sus juicios sobre mi intuición calificándola de paranoia. Todas estas son maneras de silenciarme y quisiera no haber dudado de mí misma en el pasado por confiar en el criterio de personas cercanas que destruían constantemente mis principios con el propósito de ganar la discusión, sobre todo, en contra de una mujer. Creo que la postura de apertura en las discusiones es productiva si el interlocutor comparte la misma disposición.

 

Mientras leía a Grayson Perry pensaba por supuesto en las diferencias entre la cultura inglesa y la latinoamericana. He encontrado, en especial, muchas similitudes en su estudio sobre la violencia masculina. En el libro él se pregunta qué pasa con el hombre que no tiene posibilidad de adquirir poder político, cultural o legislativo. Una respuesta puede ser la competencia, la violencia. Algunos roles posibles para estas personas son el del deportista, el policía, el soldado, el delincuente, etc.

En la serie televisiva All Man, Perry entrevista a unos adolescentes de Skelmersdale, un pueblo al norte de Liverpool que es famoso por sus altos niveles de criminalidad. En esas conversaciones ellos exploran las causas de estos altos índices, entre ellas la falta de posibilidades, de modelos, de padres, de cuidados en la comunidad, de espacios. Y tienen razón, pero también es cierto que la mayoría de las niñas de la misma comunidad sufren las mismas dificultades y no recurren a la violencia. Perry sugiere que tiene que ver con el rol que se espera de ellos como hombres.

En el mismo capítulo, el artista trabaja en una escultura, que llama King of Nowhere, que nace como producto de esas entrevistas. En ella expresa perfectamente la humillación de esos niños que crecen aprendiendo que ser hombre es imponerse a otros, ser reyes de un territorio. Estos ideales ya no tienen espacio en el mundo contemporáneo. El feminismo mira hacia el futuro, plantea y replantea nuevos ideales, posibilidades. El machismo se mantiene en el pasado, en la nostalgia de un mundo que coincidía con las necesidades y habilidades que se consideraban propias de los hombres. Estos ideales masculinos están hechos para otro momento en la historia.

La nostalgia del machismo sólo puede obstruir el cambio, la posibilidad de ser más auténticos, para ambos sexos, de no tener que actuar constantemente, compararse, de quitarse la chaqueta de fuerza. Una de las maneras en las que se puede generar este cambio es a través de la educación emocional. No conozco a mucha gente a la que se le haya enseñado de pequeña a hablar de sus emociones, de sus experiencias y deseos. Especialmente al niño varón se le enseña a no ser complicado emocionalmente, a no ser “débil”. Pero como no podemos evitar las emociones simplemente las negamos, nos convencemos de que no están allí. Esto me hace pensar en las altas cifras de suicidios de hombres entre 19 y 50 años de edad y en el gran poder que se les da a las emociones cuando no son admitidas en la conciencia.

En esta nota tenía como propósito escribir sobre el libro de Grayson Perry, pero también quería hablar de mi proceso de investigación. Apenas comienzo a escarbar y comprendo que es un tema espinoso y que se extiende hacia zonas que no he explorado todavía. Por ahora puedo decir que La Caída del Hombre es un buen libro para comenzar a formar un mapa de los problemas que enfrenta la masculinidad en la contemporaneidad y que Mario y yo aprendimos mucho.

 

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