En verano la brisa va golpeando la piel desnuda y bronceada. Los niños juegan a final de la tarde varios juegos de mesa. Leemos sentados debajo de una sombrilla. Oler en tu cuerpo la crema protectora o el bronceador. También oler el cloro de la piscina y ver la sal del mar esparcirse entre los pequeños vellos de los brazos.
Desear el agua al despertar de una siesta después de comer. Ver a los insectos voladores golpearse en las lámparas hasta morir, por ese amor tóxico con la luz. El ocaso es como un cuadro de Turner pero con un filtro altamente saturado. El sol viviendo un final de nupcias con el cielo, ese clímax llamado atardecer. Los vecinos saludándose entre balcones o los balcones de hotel llenos de turistas expectantes ante una inminente tormenta veraniega.
Veo las panaderías con sus postres fríos llenos de fruta y crema fresca. Los helados se derriten como nuestros cuerpos, sudando gotas que se pasean de arriba a abajo alrededor de un cono de barquilla o, lo que es lo mismo, desde mis tetas a mi cadera. Escucho, al salir de la ducha fría, como el vecino ha pasado del rock progresivo del invierno a un bolero o un jazz tropical, y es que hasta Rosalía ha sacado un merengue como canción del verano.
En esta estación, por ser tan extrema, también tiene mucha inclemencia. Hay gente que muere derretida, y no sabemos qué hacer con ellos, no sabemos qué hacer ante un hecho tan terrible y los gobiernos tampoco saben qué hacer mientras todo se quema. Mientras, nosotros, vamos a un punto de agua, el lavaplatos, el lavamanos del baño o un bebedero en un festival de música y abrimos el grifo, bebemos de él y nos mojamos las manos para llevarlas al cuello, refrescando la sequedad del pequeño infierno que, en la mayoría de los casos, nos hace feliz.
En este mes estival somos felices y las horas pasan sin que notemos su peso. Amamos, tenemos relaciones furtivas, compartimos con otros cuerpos y damos besos que jamás volveremos a dar porque nada tiene un amarre en puerto, porque el compromiso en verano es efímero, suda y se evapora. Amamos esa sensación de libertad, de no pertenencia, de desapego, de ligereza. Somos como los girasoles que inundan los campos en esta estación, seguimos al sol mientras nos lanzamos a mar abierto para nadar en aguas cristalinas.
Así es la vida en verano: sencilla, común y leve. Esta estación, que tocamos con las puntas de los dedos unos pocos días al año, es la que nos gusta más, pero nunca nos hacemos con ella. Nunca la poseemos. Nos hemos convertido en seres de contraste, solo disfrutamos de esa vida al darnos cuenta que el resto del año somos lo contrario: lo rutinario, lo pesado y lo complejo. Amamos el lugar común del verano más allá de lo que creemos.
La foto de portada es Etienne Girardet en Unsplash