Sara Morante atraviesa la frontera de Francia-España hasta llegar a esta ciudad. Un viaje en tren, con libro en mano y pocos enseres, para participar en varios encuentros vinculados con lo que hace: ilustrar. “¿Cómo está el tiempo en Madrid?”, pregunta antes de empacar su maleta. Aunque parece una cuestión sencilla de contestar, a comienzos de mayo el viento y el sol no se ponen de acuerdo, y las predicciones, para la época, es de nubarrones. No obstante, Sara Morante sortea cada pronóstico, y en una tarde extraña donde no hace ni frío ni calor, se presenta en el Café La Palma.
Con lo primero que se topa antes de entrar, es el cartel en el que aparece dibujado su autorretrato, anunciando el espectáculo de una entrevista acerca de la dignificación del oficio que eligió hace una década. Precisamente, es la invitada de la segunda edición de La Cháchara, ese evento que hace honor al arte de desatar la lengua, porque, ¿acaso no nos encanta, a unos más, a otros menos, sentarnos a hablar? El escenario está preparado, los equipos y el mobiliario están en su sitio, así que nos subimos a “chacharear”.
Este concepto, ideado por Transeúnte, inició el mes pasado con la escritora Mónica Ojeda y su obra Mandíbula, en un ambiente de pornoerotismo y horror. En esta ocasión, el interés y la curiosidad se mueven por un terreno diferente: la profesionalización de una actividad que todos hicimos cuando pequeños: dibujar. Y, por supuesto, Sara Morante no es la excepción: “Tenía una libreta en casa, escribía mis propios cuentos breves y los ilustraba, lo que pasa es que no sabía que era una profesión”, afirma despojándose de tópicos y, al mismo tiempo, emulando una frase que no deja de interpelar: “¿Cuándo dejaste tú de dibujar?”.
El público, que sigue acomodándose en sus sillas, asiente, quizás porque se identifica con ese tesoro perdido de la infancia. Mientras, ella continúa narrando que aunque durante muchos años trabajó como “mercenaria de la oficina”, nunca se desligó por completo del arte. “Comía del sector del transporte internacional, pero iba a ferias de ilustración”, comenta; y más adelante, consciente de sus habilidades para el trazo, se convirtió en más que un pasatiempo. Hurgó y hurgó hasta que halló sitio en la literatura ilustrada para adultos, después de ganar dos premios que la vincularon a editoriales de larga trayectoria. El primer libro que le encargaron fue un poemario de Raúl Vacas. “Eso marcó mi camino, y directamente me dedico a esto”.
No más una afición
Una animación con obras de Sara Morante se reproduce en bucle. El cuerpo, las expresiones, los guiños y carcajadas que a veces suelta, se reflejan en la pantalla que está justo detrás de esa fisonomía que denota ternura, pero también cierta picardía. Los posibles nervios del principio se esfumaron, y está sentada, suelta, respondiendo cada pregunta con sagacidad. Habla de sus comienzos, de cómo se enfrentó (y sigue haciéndolo) a las propuestas de remunerar sus trabajos con visibilidad.
En ese sentido, relata que lo primero que hizo fue enterarse “de qué iba todo esto” y optó por asociarse, pues necesitaba conocer el marco legal, cómo funcionaba la actividad, las dinámicas de cesión de derechos, entre otros asuntos. Por otro lado, estableció como regla: “Si mi trabajo es lo suficientemente bueno para que lo publiques creo que tiene un precio”. No solo ella, porque es recurrente escuchar entre los artistas que la cesta de la compra no se llena con promoción. “No seamos naif”, expresa; y trae a colación un consejo que conserva a raíz de alguna situación: “Si eres profesional, te tratarán de esa forma”.
Hace diez años, dentro del activismo de ilustradores, asociaciones y del público, el panorama se transformó en más respetuoso con el marco legal regulado. Así que en cada ocasión se plantó, “con una especie de chulería”, sin temor a que la mandaran “a la porra” por sus exigencias de contrato, a pesar de ser una “mindundi”. Y no es que a partir de entonces la vida se le solucionara en un dos por tres; si bien hay oportunidades en la ilustración, considera que es un sector precario.
“Es complicadísimo”, señala, pero lo bueno es que se puede diversificar con el diseño, la publicidad, la prensa. ¿Y probar media jornada en otro oficio para compensar? “Eso me encantaría para tener un colchón económico, y dedicar el tiempo libre a la ilustración, pero es difícil la conciliación. Y, también, creo que si asumimos esa posición cómoda, de alguna manera se perjudica la sostenibilidad en el arte”.
No más ignorar los impulsos creativos
Sara Morante presume de la habilidad de mecanografiar 450 pulsaciones por minuto. ¿Y qué tiene que ver eso con ilustrar? Mucho. Porque esta mujer, nutrida de sus vivencias, reconoce que todo le ha valido para crear. La cabeza le va rápido; escribe muchísimo, pinta muchísimo, y el haber trabajado en una oficina, teclea que teclea, sí que tiene su efecto. Algo que no puede negar es que, tanto escribiendo y dibujando, es realmente libre.
Es cierto, la libertad conquistada es valiosa, pero ¿qué pasa cuándo la inestabilidad económica condiciona el proceso creativo? Alguien del público levanta la mano, y añade, ¿cómo hace para no abandonar? “El momento en el que llega un encargo maravilloso y el gusano de la creación no me permite decir que no”. Además, apunta que es una fantasía creer que encontrará un trabajo en la frontera o se reenganchará en el mercado laboral después de haber cruzado los cuarenta. “Ahora puedo decir que me va bien porque me encargan cosas. Y siempre me digo que para todo lo que me costó, cómo me voy a alejar de la posibilidad de crear. ¿La verdad? Lo que hago es tirar para adelante”.
Sara Morante, hace rato, olvidó los nervios, y está dispuesta a cantar frente a todos los presentes, que corean: “¡Qué cante, qué cante!”. La simpatía que transmite contrasta con la estampa de Catherine Earnshaw que reposa, a sus pies, alumbrada por unas velas, como si de un altar se tratase. Esta lámina sumerge a los espectadores en la interpretación, un tanto oscura, de la protagonista de Cumbres borrascosas: una “historia bestial” que cautivó a la artista cuando la leyó con la profundidad necesaria para ilustrar el libro.
El reloj del Café La Palma, mostrando la cuenta atrás de los minutos, de los segundos, recuerda, inclemente, que debemos terminar la conversación. Pero esto no es impedimento, todavía nos queda un momento para reflexionar lo que Sara Morante nos ha transmitido, y es que el oficio que elegimos y la propia vida son inseparables.
“A pesar de la precariedad y la dificultad en el sector, y llegados a este punto, la ilustración la amo y la odio, pero creo que no podría prescindir de lo que hago. Yo tuve el impulso creativo desde muy pequeña pero era demasiado práctica, y pensaba: ¿De esto se puede vivir o no se puede vivir? Ahora, decir que esto es un trabajo, es un logro, pero de todos modos hay que pelear muchísimo para que siga siendo una profesión”.
¿Conclusión? Quien está leyendo estas líneas puede interpretarla, y responder a la cuestión que nos planteamos. En tanto, los chachareadores nos movemos a la sala contigua, donde nos sentaremos entre butacas y cojines, para seguir charlando, curioseando, y hasta quizás llevarnos alguna obra de Sara Morante, quien a la mañana siguiente tendrá que coger el tren para regresar a casa, donde seguirá tramando nuevas cosas por contar.