El libro Vivir sin reglas, de la periodista norteamericana Ariel Levy, ha tenido cierto recorrido -tampoco demasiado- en los medios en Colombia -lo publica allí Rey Naranjo editores-; sin embargo ha pasado bastante desapercibido en España donde también hay una edición local, publicada por la misma editorial.
Levy -quizá como le pasó a Wolfe con Wolf en su momento- se está viendo opacada por la omnipresencia de la otra Levy, Deborah. Así que bien está que recordemos que Levy (Ariel) es autora de Chicas cerdas feministas -también publicado por Rey Naranjo-, una investigación sobre cómo algunas mujeres reducen a objetos sexuales a otras mujeres, incluso a ellas mismas e investiga cómo las actuales iconos feministas -de 2015- estaban lejos de las mujeres liberadas e inteligentes que propugnada los primeros feminismos.
Pero vayamos al libro que nos ocupa. Vivir sin reglas (Periodismo, independencia e intimidad) es una memoir que habla fundamentalmente sobre la exploración, la libertad, los misterios de la vida, el deseo, la voluntad y el significado de ser mujer en el s. XXI. Pero también sobre los errores reales, los que pueden acabar en tragedia. Aquí, el más significativo, un peligro ordinario y quizá intranscendente, pero que es el inicio y el fin de todo: un email escrito a una antigua amante, con la que hace muchos años que no te hablas. Y un tema central: el poder de la autoría (el control de la historia).
Escribe Ariel Levy al principio de este libro: “Desde muy temprano decidí que, cuando creciera, sería escritora. Pensaba que era la profesión que mejor le iba al tipo de mujer en el que quería convertirme: aquella que era libre de hacer cualquier cosa que eligiera”. Y lo consigue, llegando a estar en nómina del influyente y celebérrimo New Yorker.
Un tema central en Vivir sin reglas es la maternidad, de cómo Ariel siempre había tenido el miedo de que “ser mamá era renunciar al estatus de protagonista de tu vida” y de cómo la experiencia traumática de la maternidad cambia(rá) su visión.
El libro está atravesado por dos tensiones: la del yo confundido (aterrado por la familiaridad de lo cotidiano, por la “maravillosa sensación de indulgencia” heredada de la madre) y el yo competente (infundido de adrenalina, al que le empuja una compulsión a la aventura, deseoso por el potencial cambio drástico de las cosas). Esos dos yoes que pueden llevarse hacia otra dicotomía: la fidelidad y la lujuria. Y de su corolario: de cómo el amor no es suficiente, de cómo el amor nunca es suficiente (al menos para Ariel Levy).
Prometo hacer de la vida una fiesta
Este es uno de los votos informalmente matrimoniales que Ariel y Lucy realizan en California, justo en el verano anterior a que Ariel cumpliera 30 años, después de haberse conocido durante un apagón, un caluroso día del verano neoyorquino. Celebraban la vida, eran salvajes; bebían mucho. Hasta que deciden tener un hijo. Ariel lo explica de una manera taxativa: “Un día eres muy joven y luego, de repente, tienes treinta y cinco años y ya es hora. Tienes que reproducirte ya o se acabó”.
Entonces llega la traición, Ariel le cuenta a Lucy que se ha estado viendo con su antigua amante (que ahora se está transformando en hombre y se llama Jim y “estaba tan loco siendo hombre como lo había estado siendo mujer”). Ariel lo explica así: “Tienes una aventura para darte a ti misma lo que quisieras tener de la persona que más amas. Y luego le rompes el corazón y ella nuca más te podrá dar nada”. Entretanto, su mujer, Lucy, cae y cae en los infiernos del alcohol. Hasta que no les queda otra que llegar a un pacto: Ariel dejaría de engañar y Lucy dejaría de beber. Pero las dos personas que hacen ese pacto ya no son ellas, son otras. A pesar de todo, el amor persiste. Pero ya se ha dicho: no es suficiente. De cualquier forma, Ariel se queda embarazada. Y entonces se consuma una nueva tragedia.
Quererlo todo
Así lo advierte y acepta Ariel en este libro, que lo quiere todo, pero que “no se puede tener todo”. El embarazo ha operado mejoras “morales”, por decirlo así, en Lucy. Se siente mejor persona (o dicho en sus propios términos: se siente “menos mala persona”), siente una íntima conexión con su madre como no la había sentido nunca, deja de sentirse sola.
Pero anhela el riesgo. Necesita “un último roce con la libertad”. Y a los cinco meses de embarazo acepta un encargo en Mongolia. Dice: “me gustaba la idea de ser esa mujer embarazada que se va al desierto de Gobi, de la misma manera en la que, cuando era más joven, me gustaba la idea de ser esa chica que se iba sola a viajar por la India”.
Así que se marcha a Ulan Bator y una mañana, en el hotel, se despierta con un dolor persistente en el abdomen. Siente que algo está pasando en su interior. Y esto es lo que sucede:
“Sentí una nefasta tormenta que se movía por mi cuerpo y después hay un breve lapso en mi memoria; o me desmayé del dolor o borré el recuerdo. Y luego había otra persona en el suelo en frente mío, que movía sus brazos y piernas, vivo”.
El niño es transparente y rosado y muy, muy pequeño. Ariel, instintivamente, arranca el cordón umbilical con un tirón rápido y violento. Llama al teléfono del doctor que le habían dado por si acaso y este le confirma que el bebé no sobreviviría (como en efecto así sucede). Tenía 19 semanas.
Ariel piensa que ese cambio de fortuna (en una vida en la que todo parecía haberle salido bien gracias a su determinación y voluntad) se debe a su egoísmo y su vanidad. Pero no, se debió a un puro desprendimiento de placenta. Tiene que ver con la edad. No hay relación entre el viaje aéreo y el aborto natural.
No obstante, nadie le quita la pena. “Estaba tan triste que casi no podía respirar”, escribe Ariel. Y aun añade, muy gráficamente: “Parecía como si la tristeza estuviera chorreando fuera de mí por cada orificio. Lloraba ferozmente y sin advertencia”.
Pero Ariel quiere comprender. Reflexiona: “la única cosa que quería saber era cómo había pasado para enmendarlo”.
Pero el bebé estaba muerto. Y no había forma de traerlo de nuevo a la vida.
Ariel confiesa que se ha convertido en una bruja herida, que sus conjuros ya no funcionan. Su yo competente ha sido destruido. Conserva, sin embargo, una foto del bebé y, con el tiempo, va tejiendo una amistad telemática con el doctor que la atendió en Mongolia. Ambas cosas se convierten en las “únicas cosas que son reales para mí”.
La vida vs. La escritura
Al final, Ariel aprende que en la vida, al contrario que en la escritura, vale la pena “renunciar al impulso de analizar e influenciar”. Porque, además, “cuando escribes siempre puedes cambiar el final o borrar un capítulo que no funciona. La vida no coopera, es imparcial e indiscutible”.
Pero es que, inevitablemente y por mucho que nos obcequemos (y como entenderá -de una forma harto dolorosa- Ariel) la naturaleza gana. Siempre. “Ella es libre de hacer lo que le da la gana”, piensa, se dice, reflexiona, de nuevo soltera, sola, Ariel, y habiendo finalmente entregado las armas. Habiéndose rendido, pues. Reconociendo que no tiene ya ningún plan.
Sabe ahora (y esta es la gran lección de vida de este libro) que la seguridad que siente no proviene de ninguna expectativa ni de ningún futurible, sino de aquello mismo que la conforma como escritora y que es lo que ha tenido siempre: La curiosidad. La esperanza.