Carol Rama (1918) es una artista autodidacta italiana cuya trayectoria ha pasado por debajo de la mesa de la historiografía artística internacional; las razones podrían ser muchas: algunos se decantan por su amateurismo y sus trazos infantiles, otros optan por su condición de mujer transgresora en un tiempo político de censura y de virilidad exacerbada. Yo opto por considerar también la opción de que para ella el rechazo y el anonimato alimentan esa zona de confort trágica y cavernaria en la que pareciera haber subsistido durante los últimos 70 años en la más pura masturbación intelectual.
Rama experimentó el codo-a-codo con personajes icónicos como Andy Warhol y Man Ray (a quien, por cierto, debe ese tocado de guerrera tan particular) y fue capaz de exhibir obras consideradas “obscenas” en el Turín de 1945 de la mano de Felice Casorati, obras que no pudieron ser vistas porque la policía de la censura se les adelantó. Participó de todos los estilos artísticos en una simultaneidad impresionante, desde la figuración, pasando por el abstraccionismo y hasta el collage con uñas, piel y fluidos corporales, para sincerarse en las últimas décadas con un assemblage de composición geométrica a través de cámaras de bicicleta desinfladas, flácidas y moribundas.
Esta última etapa pareciera ser la más autobiográfica de todas. Carol Rama fue, desde temprana edad, víctima (y victimario) de la tragedia y de la inestabilidad emocional más agresiva: hija de un empresario burgués productor de bicicletas que comete suicidio por una supuesta bancarrota (aunque hay quienes intuyen que se trataba de una doble vida homosexual incompatible con la sociedad a la que pertenecía) y una madre condenada a un instituto psiquiátrico. Rama aborda la rabia y la incomprensión a través de la pintura desde los 18 años, en un impulso catártico por deshacerse de la frustración, volcándose en un discurso genital abiertamente agresivo e incitador.
Este manejo de la simbología femenina, desde las lenguas erectas, en movimientos acelerados y puntillistas, le ha ganado a Carol Rama la etiqueta de artista “feminista”, sobretodo al incorporar la penetración y la mutilación en muchas de sus obras. Su descubrimiento “tardío”, como se le considera desde la curaduría más actual del Museu d’ Art Contemporani de Barcelona, se ha abanderado de su condición decadente y abandonada para reivindicarle como el eslabón perdido de la historia del arte, en términos de relecturas y de nuevas estructuras discursivas.
Aún cuando la senilidad ha hecho estragos, el equipo curatorial del MACBA ha logrado recuperar una inmensa cantidad de obras para exponer en retrospectiva el desarrollo de la narrativa de Rama, intentando demostrar su transformación desde la ira y el erotismo en una mujer de piedra que la vida parece haber erosionado tan sólo un poco. Frente a su temor a la invalidez y a la fragilidad, el tiempo le ha jugado la peor de las vilezas, llevándose consigo su memoria. Aún puede escuchársele en muchas entrevistas hablar desde la ira, desde la pasión más encolerizada con el mundo, con su fortuna, con su propio cuerpo y con cualquiera que le interpele, sin temor a hablar de la mierda, de la idiotez humana y de volver incontables veces a la fornicación como pulso y como motor.
Carol Rama en su hogar. Fotografía por Pierantonio Tanzola.
En una entrevista con Corrado Levi, Rama hace referencia a su pasión por los colores rojo y negro, por esa agresividad que representa sobretodo el rojo, por el deseo voraz que le inspira la masculinidad, en un constante tránsito dudoso entre el querer ser poseída y el querer poseer, querer transformarse en un hombre y tener el poder. Son estas las características que la han catalogado como artista “feminista”, distanciándose del apelativo “femenino”. Pareciera leerse entre líneas que la obra de una mujer como Carol Rama representa mucho más que un hito en la historia del arte, pareciera más bien que su obra propulsa y certifica grandes discursos individuales alrededor de la escena crítica y curatorial contemporánea.